En el norte, encaramada en uno de estos riscos estrechos y alargados se divisaba una atalaya de piedra. En los acantilados los árboles se agarraban con desesperación a la tierra antes de caer a las playas de roca de la costa, batidas por las olas de un fuerte temporal que parecía traer el ruido de los gritos de seres elementales enloquecidos. Pequeños orificios salpicaban las paredes de los acantilados, agujeros de formas geométricas casi perfectas, círculos y triángulos en su mayoría...
El color verde fosforescente tan habitual en los pinos de la isla era aquí más pronunciado, casi sobrenatural. Las copas de los árboles se mecían acompasadamente, como si fuera un solo ser, respirando y exhalando al unísono, comunicándose secretamente con el mar...
Nuestro estado de ánimo también se vio invadido por la melancolía a medida que iniciamos el camino que descendía entre palmitos y matas hacia algún lugar cercano a la costa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario